Sekiro: Shadows Die Twice: Sekiro o el zen del jugador

Incluso cuando no lo juego, no hay descanso en Sekiro. Dos semanas después de iniciar el azaroso desafío que tengo ante mí, mis sensaciones siguen transformándose. El juego es difícil, sí, pero no lo suficiente para que haga mella en mi determinación. No tengas prisa, me digo. Equivócate. Sufre, pero no te quejes. Explora. Reprime la tentación de consultar una guía. Saber no es conocer. Soy un dios cuando sueño, pero un pordiosero cuando reflexiono. 

Ignoro la importancia real de la dracogripe. ¿Morirán los personajes si no atiendo con urgencia este extraño mal que los asola? ¿Qué habilidades debo escoger según mi estilo de lucha? Estás dudas mi sola experiencia va respondiéndolas. Yo he venido a jugar.

Es placentero hacer camino y no saber qué voy a encontrarme. Los sustos a veces son mayúsculos, como ese esbirro que se lanzó en picado desde los cielos cuando merodeaba por los tejados del palacio de Ashina. Me río de la en ocasiones exquisita mala fe de Miyazaki, pero sobre todo de los trepidantes latidos de mi corazón y de mi yo sorprendido en pleno contraataque. 

Me gustan muchas cosas de este juego. Me gusta su dura accesibilidad porque Sekiro, mi avatar, se mueve con ligereza y levedad. Lo uno por lo otro. 

Los anteriores Souls disponían de muchas variables para alcanzar el éxito, pero lo último de From Software es otra cosa. Me pide que lo juegue directamente con la espina dorsal, que ignore el cálculo racional y cierre distancias con mis oponentes. He tenido que deseducarme: esquivar lo imprescindible, detener los golpes con precisión y abrumarlos con mis sablazos. Sin pensar. Ser activo y ser reactivo. Aquí lo único que debe mejorar es mi sinapsis.

Cuando me atasco, debería recitar el conocido mantra de las Bene Gesserit, pero prefiero callar. Otro intento, pero no a la desesperada. Otro intento, pero sin ofuscamiento. Otro intento, pero sin inquietud. De una forma extraña, Sekiro apela a mi estado de ánimo. Todo en este juego es un extraño soliloquio con las oquedades de mi psique. Sekiro no juega conmigo y yo no juego con él. Me interpela directamente. En esa logomaquia soy yo el que suele acabar perdiendo, pero de la derrota aparece una cierta claridad, una suave ráfaga de clarividencia, sobre mí y sobre mis enemigos. Antes de saturar mis nervios, abandono hasta el día siguiente.

Entre tanto, lucho en mi cabeza contra Lady Mariposa. Trato de reproducir sus esquemas de ataque. En cierta forma, me transformo en Lady Mariposa. Qué gran verdad la del joven Ender: “Cuando conozco a mi enemigo tan bien como para derrotarle, le quiero. Y entonces, cuando le quiero, le destruyo”.

La mejor manera de jugar a Sekiro no es buscando la victoria. Hay que luchar bellamente, sin redundancias, sin excepciones. No solo es precisión lo que se necesita, es también una cierta predisposición para hacerlo con armonía. Como decía aquel tenorino: "Bailar pegados es bailar". Disfruto cuando Siete Lanzas me derrota, porque sé que aún tengo cosas que aprender y, cuando lo haga, sé que encontraré esa belleza. He perdido el combate porque mi forma de hacerlo era tosca, deslavazada y sin ánimo.

Por otra parte, me entristece derrotar a Siete Lanzas, porque he acabado con uno de mis maestros. Él afiló el palo de mi instinto. Me enseñó a saltar sobre él para evitar sus tajos en horizontal; a responder a sus ataques perforantes con el contraataque mikiri, a templar mi ánimo en los momentos finales, muy peligrosos si nos dejamos llevar por la avidez. Ay, qué brioso mi último combate contra él. Y qué bello.

A Sekiro hay que jugarlo porque sí. Como la alegría, no necesita un porqué.