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Por Osgood30
Hace 3 años / Respuestas: 1 / Lecturas: 143

Mi primer jefe final

El hecho fue anterior a la palabra. No puedo precisar qué edad tenía ni quién me acompañaba en aquel momento. Yo era un niño que vivía con sus abuelos, un niño que salía poco a la calle, un niño que dos años después comenzaría a avergonzarse de su padre, un niño que odiaba y desconocía a su madre, un niño acomplejado, aterrado; un niño que por las noches en la cama, entre sudores desesperados, imaginaba el destino, nada favorable, que le esperaba en la vida. Un niño cuya cara cruzaba la tristeza y el asco hacia los adultos. Al crecer nunca experimenté esa candorosa decepción que poco a poco asola al adolescente al ponderar su destino. Nací ya decepcionado y, a pesar de todo, creo que mi infancia fue bastante convencional, al menos si la contemplo desde este lado de la pantalla del ordenador. Desde el otro lado, eso ya no lo sé. El hecho fue anterior a la palabra, decía. 
	Aunque tampoco esté seguro de que el hecho sea realmente lo importante. Tal vez la palabra hecho no sea adecuada, tal vez fenómeno le venga mejor. O mito. Leyenda le no le iría mal, aunque posea el brillo de las cosas falseadas por el tiempo. Tal vez sea solo un recuerdo de un niño que salía poco a la calle, un niño avergonzado, que odiaba a la madre que lo gestó. Un niño acomplejado de su secreta intemperie, aterrado, enfadado y clavado en su patetismo.
	Desde aquel hecho, si es que puedo llamarlo así, supe hacia dónde tenía que dirigir los pasos en mi vida. Hay personas que no saben por qué han venido a este mundo, pero yo lo intuí a los seis años.
	No sabía quién me acompañaba ni por qué estábamos allí, pero puedo recordar bien el olor a cordero asado, los vapores vinosos y el ajetreo dominical de aquel restaurante del pueblo de Guadarrama. Un lugar sin ningún tipo de pretensión gastronómica, que no aparecería en las guías de la época y que habría gustado a mi abuelo. Un lugar que no me era del todo ajeno, pues ya lo había visitado con mis tíos y mis primos. Un lugar vulgar, con sus desalentadoras puertas de aluminio plateado, su toldo con chorretones, sus mesas de formica rayada y su habitual naufragio de palillos y servilletas de papel en la concurrida costa de la barra. En esas circunstancias, un niño tiende a aburrirse, así que imagino que dispersé mi atención sin ningún tipo de propósito. Es una suposición, porque son difusos los recuerdos que tengo; pero no lo es el momento en que, ladeado sobre la silla, veo correr a un par de niños mayores que yo hacia el final de una salita en desuso mientras miraban eufóricos las palmas de sus manos, y en la cual se adivinaba una mesa de billar americano. Deduje que lo que contenían sus manos eran monedas y se disponían a echar una partida. Me levanté y sin mirar ese otro naufragio que era la sobremesa, puse rumbo a la salita con el afán de contemplar el juego de aquellos dos galopines. Pero en la mesa de billar no había nadie. Intrigado, asomé un poco más la cabeza para descubrir sus espaldas agitadas, los pies en puntillas, en un hueco donde se almacenaban cajas de botellines y sifones. Solo uno de ellos parecía manipular algo que no podía ver desde mi posición, pero sí oír. 

	Yo no lo sabía, pero sonaba el Romance de amor que popularizó Narciso Yepes, pero la música no era lo que me llamaba la atención. Era un sonido seco, ácido, inhumano, pero cautivador. No era melodioso, aunque su timbre me resultara agradable. Era como el zumbido de los élitros de un insecto sumergido en electricidad o el lenguaje inarticulado de un raro y bello fenómeno cósmico. Al avanzar un poco más, distinguí pulsos agudos que se repetían con cierta fascinante cadencia, seguidos en ocasiones por ecos de explosiones y extraños silbidos preternaturales. Al acercarme al hueco que dejaban sus nucas tensas y concentradas, vi una superficie plana y oscura bañada en luces de colores delirantes, tornasoleados, que brillaban como el ojo de una galaxia espiral. Aquello fue mi caída del caballo a lo San Pablo camino de Damasco. Pusé orden en mi cabeza rápidamente, porque lo que estaba contemplando era de una lógica fatal. Aquello era una batalla y el galopín, que pilotaba una nave que se movía de izquierda a derecha en la parte inferior, la estaba perdiendo contra todo un regimiento de aves que iban surgiendo de unos huevos que flotaban en la parte superior. 
	Llevaba un buen rato con la mandíbula descolgada y los belfos temblorosos, cuando llegó el hermano mayor de uno de ellos quien, con simpática osadía y algo de sorna, les hizo a un lado. Vais a ver, dijo. 
	Me fijé entonces en cómo había tomado la palanca, con despreocupada confianza, sí, pero con una cautela que me pareció milimetrada, como si aquello se hubiera producido muchísimas veces. La palanca se remataba con una bola negra, brillante, que me parecía tenía que ser agradable al tacto. Puedo recordar sus dedo índice con la uña mordisqueada y la piel descarnada golpeando uno de los dos botones que tenía el cabecero de aquel extraño mueble, adornado en sus dos laterales con sendas naves espaciales. El sonido que producían los dos botones al ser pulsados era reconfortante, un tic-tic de plástico cremoso, seguido en ocasiones de un tac grave como una sentencia. Este último lo reservaba para el dedo anular en las raras ocasiones en que las oleadas de pájaros se acercaban peligrosamente hasta la nave, momento en el cual desplegaba un escudo protector que la aislaba de todo peligro. Mi trance terminó cuando en un momento de máxima tensión para aquel piloto, que tendría doce o trece años, me golpeó sin querer con el codo en la cuenca del ojo derecho. En circunstancias normales, habría reaccionado como si fuera de mi niñita, pero no quería perderme la escena definitiva. Enjugué el furtivo lágrimón que poco a poco se iba desprendiendo de mi maltrecho ojo con la manga de mi camisa de franela, respiré hondo repetidas veces, me mordí el labio inferior con rabia como siempre hago cuando me enfado y con estoicismo grecorromano seguí contemplando las evoluciones espaciales y las calculadas fintas de aquel veterano del que me acordaré toda mi vida.
	Tras superar sucesivas batallas, cada vez más acérrimas, el piloto había alcanzado un escenario completamente diferente. Aquello llenaba toda la superficie como un Behemoth invencible. Ese es el jefe, pensé. Y realmente lo era. Encerrado en la parte central de una nave nodriza, un extraterrestre con aspecto microbiano, disparaba innumerables misiles al piloto, pero este siempre los esquivaba in extremis. Apurando su puntería, poco a poco iba abriendo una brecha hacia el interior. Las ráfagas de sus enemigos se encarnizaban, limitando cada vez más su movimiento, pero el piloto mantenía la sangre fría. Cuando todo parecía que iba a acabar mal, cuando parecía que cualquiera misil haría estallar en mil pedazos el caza estelar del que ya consideraba mi héroe, un disparo mortal alcanzó al alienígena y lo hizo pedazos.
3 VOTOS
Magicp1916Hace 3 años1
La hostia puta!!!!!, menudo relato épico te has marcado!

Lo cierto es que no es un tema guapo sobre el que leer pero está escrito con pasión y talento, así que enhorabuena.
1 VOTO
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Hay 1 respuestas en Mi primer jefe final, del foro de Videojuegos en general. Último comentario hace 3 años.

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