Edgar Wright revitaliza el clásico de Stephen King más allá de lo que logró la versión de Schwarzenegger
Hace unos días os hablé de La Larga Marcha, una adaptación de la novela de Stephen King hecha con más entusiasmo por hacer una llamada de atención al preocupante equilibrio político y social de Estados Unidos que medios para ello. Me pareció una peli extraordinaria. Me conmovió, me tocó. The Running Man repite la jugada, pero de una manera distinta: donde La Larga Marcha me conmovió, la nueva película de Edgar Wright me ha hecho torcer el morro de sospecha. Es una explosiva película de acción, con presupuesto a raudales, secuencias de acción de infarto y un diseño de producción espectacular… pero también una provocativa llamada a la revolución que, al mismo tiempo, me hace desconfiar de todo y de todos, incluida la propia película.
Una nueva versión de un clásico
La adaptación de 2025 de The Running Man llega con Edgar Wright al mando, guion coescrito con Michael Bacall, y un nivel de producción de auténtico blockbuster. La película mantiene la distopía futurista creada por Stephen King bajo su pseudónimo Richard Bachman, situando la historia en un año 2025 exageradamente cercano y al mismo tiempo inquietantemente plausible: un Estados Unidos gobernado por corporaciones que controlan la vida de sus ciudadanos, donde los programas de entretenimiento más populares se han convertido en feroces máquinas de caza humana televisada.
En esta versión, Glen Powell interpreta a Ben Richards, un hombre común cuya vida ha sido destrozada por un sistema económico y social que no ofrece oportunidades reales. Su hija está enferma, su esposa Sheila (interpretada por Jayme Lawson) trabaja en condiciones precarias, y el único camino para conseguir dinero es participar en The Running Man, un programa televisivo donde los concursantes huyen durante 30 días de asesinos profesionales mientras la audiencia los delata mediante aplicaciones digitales. Bobby T, el carismático presentador del show, es interpretado por Colman Domingo, mientras que Josh Brolin encarna al despiadado productor Dan Killian.
El resultado es trepidante, entretenido y pirotécnico. Pero creo que preocupantemente tramposo. Si bien la película cuenta con un director que suele apostar por el cine de autor, en esta ocasión Wright firma un trabajo donde su autoría brilla por su ausencia, especialmente en los dos tercios finales de la película, donde el ritmo vertiginoso y el exceso de drama y acción terminan diluyendo cualquier identidad cinematográfica propia.
Recuerdos de la versión de 1987
No puedo evitar recordar la película original de 1987, protagonizada por Arnold Schwarzenegger, con cierto cariño nostálgico. No porque fuera una gran película, que no lo era, sino porque tenía todo lo que un niño de 10 años podía pedirle a una película de acción y ciencia ficción: un musculoso héroe invencible, persecuciones imposibles y los Acechadores, asesinos que parecían los descartes de una banda de glam rockde la época, preparados para dar caza a cualquier inocente concursante. Volví a verla hace unas semanas y, aunque conserva parte de su encanto, ha envejecido regulinchi. Os recuerdo que en aquel 1987 también se estrenaron películas como Predator o RoboCop, que se mantienen completamente vigentes, efectos especiales aparte.
La nueva versión, en cambio, empieza siendo una cosa y termina siendo otra. Hace una cosa que me gusta mucho, y es darle al protagonista una historia, una motivación real, lo humaniza más allá de la mera metralleta de maporros y frases lapidarias que Schwarzenegger era en la versión del 87. Es más fiel al libro de King que la película de Schwarzenegger, pero falla en lo más importante: su final. Esa decisión de acercarse al desenlace de 1987 diluye la potencia de la historia original de King y genera una sensación completamente anticlimática que no encaja con la idea que la película pretende venderme.
Más ambiciosa y polarizadora
En todos los demás aspectos, The Running Man de Wright le da sopas con hondas a la versión de Schwarzenegger. También es cierto qu emis expectativas eran bajas y que el efecto sorpresa ha jugado a su favor. Desde el diseño de producción hasta la ambientación futurista y su mensaje social y político, la película impresiona por su ambición y su propuesta punk. Está tremendamente polarizada y politizada, algo que a día de hoy es relevante y necesario, pero también sospechoso. No puedo evitar preguntarme si estamos ante un libelo, un panfleto, una acción subversiva o un caballo de Troya social.
La película despliega un discurso antisistema exagerado, que denuncia la explotación laboral, la precariedad médica, la manipulación mediática y la injusticia social endémica de un sistema económico que concentra la riqueza en pocas manos. Y sin embargo, este mensaje se inserta en el catálogo de una gran productora como Paramount, lo que demuestra que el capitalismo puede rentabilizar incluso su propia crítica. Es paradójico: una película que habla de revolución y resistencia se convierte en un producto comercial, perfectamente empaquetado para el consumo masivo.
Dos problemas evidentes
La película sufre de otros dos problemas que no se pueden pasar por alto. Primero, le sobran aproximadamente 20 minutos de metraje, que son precisamente los que parecen dedicados a darle a la gente bien masticadito un puré ideológico que, por cierto, no necesita simplificarse más. La película no necesita simplificar su mensaje; el espectador es capaz de entender la crítica al sistema sin que cada concepto lo repitan muy despacio y con palabras cortas.
El segundo problema es el propio protagonista. Glen Powell es un soso, pero en su poquísima personalidad cumple a la perfección su función de ser cualquiera. A pesar de ello su falta de carisma se me ha hecho muy cuesta arriba. Su enojo constante agota, y cuando se sale de ese registro, no me cae especialmente bien, además de ser un machista. eso sí, a nivel físico no tiene nada que envidiarle a un Schwarzenegger que en 1987 se encontraba en su mejor momento como actor de cine de acción.
Una llamada colérica a la acción social
A pesar de sus fallos, The Running Man es una película de acción explosiva y una llamada a la acción social y política sorprendente. Sus persecuciones, sus tiroteos, su montaje ágil y su capacidad para combinar humor visual con crítica social logran mantener al espectador pegado a la butaca. Ahí cumple con creces y justifica el precio de la entrada para verlo en una sala con una gran pantalla y un potente equipo de sonido. A partir de ahí, la película defiende de manera clara conceptos como salario digno, acceso a la sanidad, vivienda asequible y responsabilidad de los poderes públicos, situándose como un producto que quiere entretener, pero también abrir los ojos.
La película pone sobre la mesa cuestiones sobre la manipulación mediática, el uso de deepfakes y la complicidad del público en la perpetuación de sistemas corruptos, temas más actuales que nunca. La historia de Ben Richards refleja la frustración de la clase trabajadora frente a un sistema injusto, y aunque el film exagera la distopía para lograr impacto visual y narrativo, no deja de ser un espejo inquietante de nuestra realidad actual: "No quieren que ganes". Lo sabe Richards y lo sabes tú. Es su juego y da igual que quieras o no jugar, o que sigas las reglas o no. Toda sensación de victoria es o bien ilusoria o transitoria, porque los que ganan de verdad el juego son ellos, lo que pasa es que nosotros, Richards y ellos jugamos a cosas diferentes.
El final que traiciona el original
Si hay algo que empaña todo lo bueno de la película, es su final. En lugar de ofrecer un desenlace valiente, enigmático y fiel al espíritu del libro, la película opta por un cierre complaciente que recuerda demasiado a la versión de 1987. Esa decisión no solo traiciona la novela original, sino que también contradice todo el discurso antisistema y subversivo que había construido durante más de dos horas.
Aquí es donde la película se vuelve preocupantemente contradictoria. Durante todo el metraje, Wright nos muestra cómo los medios deforman la verdad y manipulan la realidad para controlar a la sociedad. Y sin embargo, el propio final de The Running Man hace exactamente lo mismo: nos entrega un cierre reconfortante que desactiva cualquier tensión ideológica. No sé si esto es una genialidad intencionada, una especie de “chiste meta” sobre la manipulación, o simplemente una concesión a la seguridad narrativa que empaña el resto de la propuesta. Si es lo primero, es brillante pero incompleto; si es lo segundo, deja un sabor agridulce.
The Running Man se estrena en España el 21 de noviembre y es, en definitiva, una película espectacular, polarizadora y contradictoria. Es divertida, trepidante y visualmente apabullante, tremendamente ideológica, pero al mismo tiempo tramposa. Wright demuestra su talento para la acción, la tensión narrativa y un puntual pero corrosivo sentido del humor. La comparación con la versión de Schwarzenegger es inevitable: mientras aquella era un entretenimiento sin grandes pretensiones, la nueva adaptación busca ser crítica, subversiva y política. Y en muchos sentidos, lo consigue. Pero también nos recuerda que incluso la revolución puede ser un producto que se vende con palomitas.
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