Creíamos que los espías del MI6 y la CIA eran algo moderno
El Imperio Romano ya tenía los suyos hace más de 20 siglos
Cuando a Julio César le dejaron la espalda como a un colador, la tragedia envió un mensaje a sus sucesores. Octavio Augusto, primer emperador de Roma, decidió que había llegado el momento de buscarse gente de confianza que no sólo le protegiera, sino que también se adelantase a los posibles ataques que pudiese recibir. De allí saldría la guardia pretoriana como defensa personal, pero también una red de delatores encargados de controlar y desarticular conspiraciones. Si esos últimos fueron el germen de los espías, lo que llegaría después sería el origen de los servicios secretos.
En busca de un servicio de espionaje imperial que protegiese a los altos cargos del Imperio Romano, y llevase la idea de los exploradores y speculator un paso más allá, Roma puso el ojo en la figura de los frumentarios. Si quieres buscar el origen de agencias como el MI6 o la CIA, es ahí donde lo encontrarás. Y si la ciencia ficción te lleva a buscar al tatarabuelo de 007, entonces toca viajar hasta Tarragona para dar con él.
El servicio secreto del Imperio Romano
Para entender el origen de los frumentarios como espías del Imperio Romano hay que remontarse a su nacimiento. Hasta el siglo I estos oficiales tenían una tarea que se agarraba poco a la épica de las grandes batallas de la Roma imperial. Su trabajo consistía en encargarse del suministro de trigo a las legiones, así que iban de aquí para allá en busca de los suministros que debían alimentar a las huestes romanas.
Sin embargo, en cierto punto de la historia los emperadores empezaron a descubrir una finalidad oculta para aquellos hombres. Tenían contacto directo con altos cargos, viajaban de pueblo en pueblo para gestionar los víveres, y se mezclaban tanto en las altas esferas como entre los campesinos más humildes. Eran el candidato ideal para servir a sus fines no sólo como herramienta de espionaje político, también como policía secreta.
Para inicios del siglo III, lo que hasta entonces eran simples recolectores de trigo se habían convertido en una red de espías con su propio cuartel general en Roma, un cuerpo completamente organizado y jerarquizado, y una de las mejores herramientas de los emperadores para controlar no sólo la paz en Roma, sino también fuera de ella.
Es justo ahí donde entra Tarraco, la Tarragona de la época, el enlace principal entre Hispania y Roma no sólo por su puerto de control en el Mediterraneo, sino también por la importancia de la ciudad en la expansión y gestión del territorio más occidental del imperio. Y es ahí, como ya habrás adivinado, donde entra en juego nuestro particular James Bond romano, Lucius Valerius Reburrinus.
El James Bond de Tarragona
Encontrada en Tarraco en una de sus múltiples excavaciones arqueológicas, el epitafio romano de Lucius Valerius Reburrinus nos cuenta que era un "hijo fidelísimo" que dio su vida por Roma con sólo 24 años, que perteneció a la Legio VII Gemina Pia Felix y que vivió destacado en Tarraco durante el reinado de Septimio Severo. ¿Su labor en la legión desde que entró en ella siendo un adolescente? Actuar como frumentario en Tarragona.
Deduciendo por su nombre que era de raíz hispana y no un italiano que había viajado a la provincia, es el perfecto ejemplo de cómo el trabajo de un frumentario suponía un enfoque táctico para el imperio. Conocía el idioma, estaba acostumbrado al terreno, y no necesitaba introducción alguna ni para las redes de clientes de Hispania ni para sus mandatarios.
Como frumentario, Lucius Valerius Reburrinus no sólo era los ojos y oídos de Roma en la península ibérica, crucial para saber hasta qué punto los gobernadores de la zona se estaban sobrepasando respecto a las órdenes romanas, también tenía licencia para matar frente a aquellos que pusieran en riesgo la estabilidad del imperio. Actuando como policía política, los frumentarios eran a menudo jueces y verdugos frente a casos de corrupción, evasión fiscal, disidencia, e incluso acusaciones de ser cristianos.
Pero precisamente esa libertad para actuar sin rendir demasiadas cuentas con nadie fue lo que les llevó a la ruina. Que con apenas 24 años Lucius Valerius Reburrinus tuviese dinero para gozar de un epitafio ahora visible en el Museo Arqueológico de Tarraco, probablemente nos lleve a pensar que aprovechó esa mano dura para extorsionar bajo amenazas a los ricos de la zona.
Una práctica muy habitual entre unos frumentarios, que terminaron convertidos en los agentes más odiados del imperio. Hacia finales del siglo III, consciente de cómo su toxicidad se había convertido en un peligro, el emperador Diocleciano puso punto y final al cuerpo de frumentarios y, con ello, a los primeros agentes de un servicio secreto de nuestra civilización.
Imagen | Gemini
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