En nuestro particular enfoque egocentrista tendemos a pensar que las caravanas y los problemas de circulación a los que nos enfrentamos día tras día son algo muy nuestro. Que el actual flujo de coches, transportes y mercancías ha terminado provocando la adopción de medidas como las calles peatonales, los bolardos para impedir el paso de vehículos, o incluso soluciones como las de Madrid Central para restringir el tráfico. Nada más lejos de la realidad.
Aunque la perspectiva vendida por el mundo del cine hace que nos imaginemos una Roma del antiguo Imperio Romano mucho más ordenada, lo cierto es que aquello era un caos absoluto cuyo éxito poblacional se convirtió en su peor enemigo. Todo el mundo quería vivir y hacer negocios en la capital del imperio, lo que provocó que sus gobiernos tuviesen que tirar de inventiva para mantener a raya la situación. A menudo con medidas que, en realidad, nuestra época se ha limitado a copiar sin inventar absolutamente nada.
El caos de la M-30 romana
Entre los muchos detalles que la catástrofe de Pompeya dejó detenidos en el tiempo, siempre se suele acudir a los cuerpos cubiertos de ceniza o los frescos que adornaban las paredes o suelo de su ciudad romana. Sin embargo, los restos arqueológicos también se convirtieron en una cápsula temporal de cómo era la parte más mundana de la vida en su ciudad: la que mostraba el suelo de sus calles.
Lo que en otras ciudades había terminado reparado cuando se creía necesario, en las excavaciones revelaba calzadas absolutamente destrozadas, con piedras marcadas por las huellas de los enormes y pesados carros que transitaban por ellas y que, poco a poco, iban limando la piedra hasta dejar surcos que aún se mantienen a día de hoy.
Si ocurría en Pompeya, también lo hacía en Roma, donde el auge de la capital del imperio provocó que la ciudad superase el medio millón de habitantes en su momento más favorecido. Los más adinerados querían acumularse allí en busca de los favores que otorgaban sus clases más altas, y los más pobres también querían hacer lo propio en busca de la oportunidad que podía cambiarles la vida frente a una mayor oportunidad de negocio.
Pero crecer en la ciudad y engrandecerla implicaba no sólo un constante flujo de materiales mediante el que crear nuevas calles y casas mientras se reparaban las dañadas por todo ese gentío, también requería de grandes cantidades de suministro para abastecer a toda esa población.
Con toda esa caravana de carros y mulas, sumada a la gente que se movía a pie, Roma no tardó en convertirse en un completo caos capaz de colapsar a diario cada calle estrecha y cruce que daba forma a una inmensa urbe que no tenía ninguna intención de parar de crecer. Tocaba buscar soluciones.
La instauración de Roma Central
De la mano de calles cortadas con bolardos, bordillos que separasen el paso de la ciudadanía del de los carros, y hasta pasos de cebra con piedras elevadas para frenar la circulación, cualquier avance que se realizaba en busca de cierta seguridad acrecentaba aún más el problema. Es justo ahí cuando, en época de Julio César, se establece la Lex Iulia Municipalis, o la Ley Municipal de Julio para quienes os saltaseis latín optando por economía.
Aunque de ella sólo han perdurado fragmentos, su restricción más llamativa ha perdurado hasta nuestros días. Julio César decidió que, si el tráfico se había convertido en un problema durante el día, lo mejor era trasladarlo a la noche. Todo carro que no perteneciese a una obra pública, al gobierno o a sus necesidades militares, tendría terminantemente prohibido circular durante las primeras 10 horas del día.
Como habrás imaginado, esa Roma Central terminó solucionando un problema para crear otro: el ruido y congestión del tráfico no había desaparecido, simplemente había cambiado de hora, así que las quejas sobre la restricción diurna y cómo la contaminación acústica de los carros estaba arruinando el sueño de los romanos no tardaron en llegar.
Con una medida que se alargó durante años posteriores, las Sátiras de Juvenal certifican que Roma siguió siendo una ciudad sumida en el caos con un "tráfico sin fin en calles estrechas" que amplificaban aún más el ruido y en la que "sólo los muy ricos duermen".
Una ciudad en la que, pese a las restricciones de tráfico, hasta los enfermos terminaban sucumbiendo a ese problema por no descansar como es debido. Parece evidente no sólo que no hemos inventado nada, sino que además miles de años después seguimos sin haber solucionado del todo aquellos problemas con los que llevamos siglos lidiando.
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