Madurez, ternura y videojuegos: el tabú de jugar a "juegos infantiles" pasados los 30
Una persona adulta, sola en su casa, enciende la consola. Aparece un menú de colores suavecitos, una música sencilla, y un personaje de ojos saltones que salta, se ríe o se muestra asombrado. Alguien entra a la habitación. La persona adulta se disculpa, baja el volumen, e incluso cambia de juego. ¿Por qué nos cuesta tanto admitir que, sí, pasados los 30, seguimos jugando videojuegos "para niños"?
Realmente, no es una pregunta sobre la industria (donde el público adulto es mayoría), ni sobre la mecánica (muchos de estos juegos son sofisticados). Es una pregunta sobre cómo entendemos la madurez. Y sobre por qué seguimos asociando la ternura, la simpleza o los colores pastel con una etapa de la vida que supuestamente ya dejamos atrás. ¿Y si no fuera un problema del juego, sino de cómo nos enseñaron a crecer?
El adultocentrismo lúdico
En muchas culturas occidentales, la adultez se define por lo que se va dejando atrás. Madurar no es solo avanzar, sino renunciar a cosas: a los juguetes, a la imaginación, a los cuentos, al rosa u otros colores vibrantes, al asombro de descubrir cosas por primera vez. El mundo adulto se construye de alguna manera como oposición a lo infantil, y eso afecta también a los juegos.
Por eso, cuando una persona adulta disfruta de Animal Crossing, Kirby, Yoshi’s Crafted World, Pokémon o incluso un juego de Mario, aparece el la pregunta pesadilla: "¿no eres muy mayor para eso?". Ya es que ni siquiera se trata de que el juego sea malo o poco desafiante, sino que tiene que ver más con que tiene un tono suave, inocente, no irónico (bueno, esto último depende cual). Es decir, transmite ternura.
Y la ternura, en el mundo adulto, a menudo está mal vista, ya que se asocia con la debilidad, con la falta de inteligencia en algunos momentos o incluso directamente con la inmadurez emocional. Hemos reservado lo tierno para lo infantil… y eso hace que muchas personas adultas se sientan culpables por seguir disfrutando de esos espacios.
Nintendo como caso emblemático: ¿demasiado infantil o justo lo contrario?
Pocas compañías cargan con este estigma tanto como Nintendo. Durante décadas, han decidido mantener una estética lúdica, colorida y claramente alejada de la violencia. Mientras otras marcas van más por el fotorrealismo, el drama narrativo y la crudeza emocional, Nintendo ha decidido apostar por una infantilidad, digamos, cuidada: no como defecto, sino como identidad.
Pero eso también se ha convertido en el blanco de ciertos prejuicios: "ese juego es para niños", "esta consola es de críos" o "yo juego cosas serias". Y, sin embargo, nadie que haya completado Breath of the Wild, jugado Majora’s Mask o llevado a cabo un buen lavado de cara a su isla de Animal Crossing puede decir que Nintendo hace juegos "simples y para niños".
La simpleza estética oculta una sofisticación emocional que no siempre se reconoce, porque en cierto modo va contra la idea dominante de que crecer es endurecerse.
El tabú de la ternura en lo cultural
Esto no pasa solo con los videojuegos. Las películas de animación, las novelas gráficas, los cuentos ilustrados para adultos o los peluches como objeto decorativo también cargan con esta etiqueta de "regresión". La cultura adulta tiende a premiar lo crudo, lo cínico, lo serio y lo complejo y a despreciar lo que se percibe como ingenuo.
Pero ¿es ingenuo querer cosas bonitas? ¿Es inmaduro encontrar placer en un juego sin violencia, con colores llamativos y personajes que nos dan las gracias por el simple hecho de regar una planta o de pasarles a saludar?
Lo que ocurre, muchas veces, es que este tipo de juegos nos bajan la guardia, ya que apelan a nuestro lado más dulce y vulnerable. Y eso, en sociedades hiperproductivas y adultocentristas, es algo incómodo. Se nos enseña que el juego adulto debe ser competitivo, que el entretenimiento debe tener ironía y que las emociones deben estar contenidas. Y cuando un videojuego nos abraza y nos cuida… sentimos que estamos traicionando esas reglas no escritas que nos ha impuesto la sociedad.
La paradoja del público adulto
Está claro que los adultos de hoy fueron los primeros en crecer con consolas en casa. Jugar no fue una cosa de la infancia sino que fue una constante. La generación millennial no tuvo que abandonar estos videojuegos para entrar en la adultez. Pero sí tuvieron que justificarlo.
Y esa justificación, muchas veces, viene con una capa de "seriedad" detrás: jugar a The Last of Us, Dark Souls, Baldur’s Gate o Cyberpunk, juegos que, aunque brillantes, se entienden como más adultos porque a nivel estético se parecen más a los productos culturales "maduros".
El problema no es disfrutar de esos juegos. El problema es sentir que hay que ocultar o minimizar nuestro disfrute por juegos que no cumplen esas características y que se salen del molde. Como si la dulzura y la simpleza tuvieran que avergonzarnos y como si disfrutar de este tipo de narrativas fuera algo que solo pueden hacer los niños.
Lo que llamamos "infantil" en los videojuegos no siempre lo es. Juegos como Kirby and the Forgotten Land, Pokémon Legends: Arceus, Yoshi’s Woolly World, o incluso Super Mario Odyssey hablan de la pérdida, de la soledad, y del sentido de comunidad de formas no directas, pero igualmente muy potentes.
En vez de representar la adultez como una carga, nos permiten explorar emociones complejas a través de lo amable. Son juegos que no huyen del conflicto, pero tampoco lo convierten en algo más "estético". No rechazan el crecimiento pero lo hacen sin violencia, y no plantean "ser adulto" como única forma de vivir el juego. Y eso es extremadamente necesario, porque sí se puede crecer con ternura y porque lo sensible también puede ser profundo.
Lo que dice más de nosotros que del juego
La incomodidad con estos juegos realmente dice muy poco sobre los títulos en sí, y mucho sobre la cultura en la que vivimos, una cultura que nos empuja a rendir sin parar, a acumular y a aparentar. Que convierte incluso el ocio en productividad y que sospecha de todo lo que no parezca "útil".
Jugar a algo simple, sin recompensas clara, sin competencia y sin una parte oscura puede hacernos sentir casi culpables, pero en esa culpa aparece también una oportunidad: ¿qué pasa si volvemos a jugar como lo hacíamos de niños, pero sin abandonar lo que somos ahora? ¿Qué pasa si, en vez de ver esos juegos como un paso hacia atrás, los vemos como una reconciliación con el niño o niña que fuimos?
Los juegos "para niños" no son una trampa. Son una posibilidad. Una forma de recordar que la madurez no implica dejar atrás la ternura, sino integrarla en nuestra vida. Que se puede ser una persona adulta funcional, reflexiva, crítica… y al mismo tiempo emocionarse con un perrito pixelado que nos agradece el haberle construido una casita.
Y tal vez por eso nos enganchan tanto esos juegos. Porque no es que queramos volver a ser niños sino que queremos volver a sentir sin miedo. Y si eso no es madurez emocional, ¿entonces qué lo es?
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