El reciente cruce promocional entre Attack on Titan y Assassin's Creed Shadows ejemplifica un mal endémico en la industria que destruye los pactos ficción
Hasta el 22 de diciembre, Assassin's Creed Shadows pone a disposición de los jugadores una misión que resulta de una colaboración entre la franquicia de Ubisoft y la sensación manganime Shingeki no Kyojin, o más conocida por estos lares como Attack on Titan. La misión en sí no tiene mucha enjundia. Es gratuita, aunque las recompensas por completarla no son muy allá, ya que la editora francesa ha preferido situar los icónicos uniformes de los personajes detrás de la tienda interna del juego. Es decir, más microtransacciones que, en teoría y siempre siguiendo las comunicaciones del propio equipo desarrollador, son las que financian este tipo de nuevos contenidos sin tener que obligar al grueso de los jugadores a pasar por caja.
Haciendo las cosas bien
Este tipo de colaboraciones no son nuevas en videojuegos, para nada. Si echamos la vista atrás, podemos encontrar numerosos ejemplos en los últimos veinte años. Sin embargo, estas propuestas por tiempo limitado que provocan una sensación de escasez artificial para incentivar el FOMO (Fear of Missing Out o el miedo a perderse algo en sus siglas en inglés), sí que las podemos rastrear hasta la explosión popular de Fortnite. De nuevo, evidentemente hay otros títulos que intentaron hacer lo mismo antes, pero el estándar, la normalización de este tipo particular de iniciativas, es responsabilidad de Fortnite y las muchísimas maneras que los expertos en marketing de Epic Games han generado para establecer sinergias culturales. Hace unos años, quizá nos sorprendimos cuando vimos el concierto de Travis Scott o cuando escuchamos la transmisión de Palpatine por el particular Metaverso de Epic, pero ya no. Es un pilar más de las estrategias del mundo del entretenimiento, junto a los anuncios televisivos, presencia en redes sociales e influencers.
Ubisoft es una compañía en serios problemas. No hace falta más que ver la evolución del valor de sus acciones en los dos últimos años. Sin embargo, no quiero extenderme en este aspecto o acabar pergeñando un elaborado ejercicio de doom posting en su honor. Lo que quiero es intentar averiguar las razones que han llevado a los galos a implementar este contenido. En ese sentido, creo que es relevante traer a colación el otro DLC gratuito de Assassin's Creed que han lanzado recientemente, aunque no en Shadows, sino en Mirage. Valley of Memory es una misión más o menos extensa que lleva a Basim a la península arábiga tras la pista de su padre. La realidad es que ha pasado sin pena ni gloria, generando muy poca atención a su alrededor. Su misma publicación se antoja extemporánea: dos años después del lanzamiento del juego y cuando toda la atención ya estaba puesta sobre su sucesor, mucho más ambicioso en sus dimensiones formales.
Valley of Memory no responde a una lógica de mercado aparente. Los estudios que tiene Ubisoft alrededor del mundo trabajando a destajo en la franquicia para seguir un ritmo de producción acelerado conforman una máquina perfectamente engrasada. Bueno, quizá ya no tanto, porque no han sido capaces de sostener el calendario anual que fue clave para su explosión comercial durante la década anterior, pero sí muy solvente. Ubisoft Bordeaux no habría dedicado tiempo y recursos valiosos a esta empresa si alguien no hubiera ofrecido una suculenta recompensa. Y ese alguien es Savvy Games, es decir, el gobierno de Arabia Saudí, un país liderado por un monarca sanguinario al que sin embargo le gustan bastante los videojuegos y quiere utilizarlos para lavar la imagen del régimen y también fundamentar sobre ellos la economía de un futuro más allá del petróleo.
Una vez razonada la mera existencia del DLC, pasemos a examinar su encaje en el marco narrativo anterior. Mirage transcurre en la Bagdad del siglo IX, en un territorio situado en el Irak contemporáneo. El argumento de Valley of Memory le lleva hasta el oasis de Al-Ula, un enclave arqueológico en la provincia de Medina. No está precisamente a tiro de piedra, pero sí a una distancia muy razonable, sobre todo si tenemos en cuenta los viajes posteriores de Basim en la trama de la saga. Podemos cuestionar los orígenes o los incentivos para crear esta expansión gratuita, pero no podemos cuestionar la naturalidad con la que se engarza en la obra original. Encaja como un guante. Más allá de la calidad de la historia que nos están contando o la necesidad de explorar el pasado familiar de Basim, el enclave de Al-Ula forma parte de este mundo protoislámico.
Incoherencia absoluta
Ahora, pasemos a analizar la vertebración del universo de ficción de Hajime Isayama en el Japón feudal que nos presenta Shadows. ¿Qué tienen en común? ¿Qué puntos de contacto existen para justificar una intersección entre ambos universos? Para los no iniciados, Attack on Titan ni siquiera tiene lugar en Japón. Es un relato tan fascinante como terrorífico, pero a todos los efectos está ambientado en un mundo de fantasía, por mucho que podamos encontrar amplios paralelismos con el nuestro y en el fondo Isayama esté reflexionando sobre cuestiones profundamente humanas, sobre nuestros peores instintos como especie y los mayores excesos en nuestra historia colectiva. No hay justificación posible. No hay razones que valgan. Puede que la expresión bobalicona de los titanes sea perturbadora ya de por sí, pero su presencia en Shadows la acrecienta todavía más porque sabemos lo impropio que resulta. Porque sabemos que esto no obedece a un impulso creativo, sino a una imposición mercadotécnica. Por muy sorprendente que sea.
Y es que si se trataba de establecer sinergias con propiedades manganime pujantes, la verdad es que había mejores alternativas. Attack on Titan es un referente cultural y, en mi humilde opinión, una de las más excelsas narrativas seriadas que he tenido el placer de experimentar, en cualquier formato. Pero el fastuoso episodio final se emitió hace ya un par de años. Hoy en día, la atención está puesta en otras propiedades intelectuales. Todavía no he tenido la oportunidad de sumergirme en ella, pero solo hay que echar un vistazo a la taquilla de la reciente película de Demon Slayer (Kimetsu no Yaiba) para calibrar el volumen de su impacto cultural en el escenario mundial. Es el anime del momento, sin lugar a dudas. Un fenómeno generacional. Y tiene la virtud de estar ambientado en Japón. Vale que es un Japón decimonónico, unos cuatro siglos alejado de las andanzas de Naoe y Yasuke, pero sus protagonistas siguen luchando con espadas samurái. Puestos a forzar las coyunturas, creo que el estrés aquí habría sido menor, por mucho demonio fantástico que se interpusiera.
Megafranquicias como Assassin's Creed tienen a todo un equipo dedicado a mantener la coherencia interna de su universo a través de los juegos, cómics, libros, películas y series. Un equipo liderado por un brand manager que establece el rumbo para que el marco narrativo sea lo suficientemente sólido como para soportar múltiples décadas de historias sin colapsar ante la tensión de creatividades individuales dispares, imponiendo orden en el caos. Existen biblias de producción muy detalladas donde se detallan las reglas del universo de ficción. Lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer. Las intrincaciones de la mitología y las historiografías de sus protagonistas. Los límites del campo de juego, en definitiva.
Esta colaboración con Attack on Titan supone la derrota incontestable de todo este equipo. Es la constatación definitiva de que Ubisoft no está ya en condiciones de preservar la integridad de su obra, sino que está obligada a perseguir el dinero por dónde sea, hasta debajo de las piedras. Que sus ejecutivos llevan años mirando con envidia a lo que hace Epic con Fortnite y quieren emularlos, sin pararse a considerar que Fortnite siempre ha sido un cajón de sastre, un metaverso diseñado para el consumo inmediato. Un gran escaparate donde, por un precio justo, todo el que quiera puede exponer su mercancía ante una audiencia de millones de chavales sobreestimulados. Un canal donde se trafica con la atención de la audiencia. Ya se sabe lo que se dice sobre los productos gratuitos, que en verdad el producto somos nosotros mismos. Nuestros datos, nuestras atención. No tiene mayores ambiciones creativas, no tiene nada que decir por sí mismo. Justo lo contrario que Assassin's Creed.
Los videojuegos, como toda industria del entretenimiento, suponen la intersección entre el arte y el comercio. Esa tensión siempre ha estado allí. Sin embargo, en los últimos tiempos, me temo que las pulsiones corporativistas de unos líderes cínicos y atosigados por las cuentas de resultados nos están desposeyendo de todo rastro de significado. Nuestros universos de ficción, cuidadosamente pergeñados durante años por artistas que creían quizá de manera muy idealista en su labor, están siendo devorados por un virus implacable. Un virus de cinismo avasallador, que lo reduce todo a números tangibles, que solo entiende de métricas, de facturación, de impactos y de penetración publicitaria. Todo lo demás es secundario. Puede que hoy sea Attack on Titan, pero en el futuro será Los Vengadores, o Star Wars o lo que se tercie. Si el dinero está presto, la integridad creativa se desvanece.
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