En 1964, Sergio Leone estrenaba Por un puñado de dólares, un western filmado en España por un director italiano con un actor estadounidense de serie B, basándose en una película de samuráis japonesa. Akira Kurosawa, al ver la copia casi literal de su Yojimbo, demandó y ganó, quedándose con los derechos de distribución en Asia. Fue una de las mayores ironías de la historia del cine: un europeo robándole a un asiático para inventar el spaghetti western, género que a su vez redefiniría el western clásico americano y que años después, en manos de Quentin Tarantino, volvería a cruzarse con el cine de samuráis en Kill Bill. Todo esto para decir algo aparentemente sencillo: el western y el jidaigeki han sido amantes secretos durante décadas, espejos deformados el uno del otro, géneros siameses que comparten órganos vitales aunque nunca lo admitan abiertamente.
Ghost of Yōtei entiende esto mejor de lo que su predecesor lo hizo jamás. Sucker Punch parece haber comprendido que su primer juego, Ghost of Tsushima, cometió un error de diagnóstico. Se esforzó tanto en ser reverente con el chanbara y el cine de Kurosawa que olvidó algo fundamental: el cine de samuráis que mejor funciona en el siglo XXI no es el que venera la tradición, sino el que la dinamita con amor y violencia. Ghost of Yōtei abandona el peso solemne del honor mancillado y la melancolía Bushido para abrazar algo mucho más cercano al Sukiyaki Western Django de Takashi Miike, a la Lady Snowblood de Toshiya Fujita, al Death Proof de Tarantino. Si Jin Sakai era el último samurái lamentándose por su código roto, Atsu es La Novia con ojos rasgados: una mujer con una lista de nombres y un apetito por la venganza que no necesita justificaciones filosóficas. Simplemente, tiene que matar, y ese simplemente lo cambia todo.
La lista como estructura: Tarantino 101
Hay un momento al inicio de Ghost of Yōtei que lo resume todo: Atsu escribe con tinta los nombres de los seis hombres que destruyeron su vida. Los seis de Yōtei. Uno por uno, con la precisión caligráfica de quien está grabando epitafios anticipados. La cámara se demora en cada trazo, el jugador usa el touchpad del DualSense para trazar los caracteres kanji, y esa simple acción — escribir una lista de muertes — no puede evitar evocar a Kill Bill y su "Lista de la muerte". Es un gesto tan cinematográfico como videolúdico, una declaración de intenciones narrativas que establece no solo la meta, sino también el tono: este no es un viaje espiritual hacia la redención. Es un ajuste de cuentas.
La estructura de Ghost of Yōtei se construye enteramente sobre esa lista. Cada nombre es un capítulo, cada capítulo un episodio, cada episodio una pequeña película dentro del juego. Es lo que Tarantino lleva haciendo desde Kill Bill: tomar la serialidad clásica del pulp y convertirla en sintaxis narrativa. En ese sentido, Yōtei es menos Tsushima y más Django Desencadenado: una road movie de venganza donde el camino importa tanto como el destino, donde cada parada añade color, textura, dolor. La diferencia es que aquí no hay un Django Freeman aprendiendo a matar; Atsu ya sabe hacerlo. Lo que el juego nos muestra es a una mujer perfeccionando su arte, afinando su ira, convirtiendo el duelo en liturgia personal.
Y como en cualquier buen western de venganza, lo que importa no es la justicia (ese concepto burgués que Jin Sakai perseguía obsesivamente), sino la satisfacción. El placer oscuro de tachar un nombre de la lista. De ver al culpable reconocer su crimen un segundo antes de que la katana lo parta en dos. Ghost of Yōtei no pretende ser moralmente ambiguo: sabe perfectamente que la venganza es amoral, casi animal, y, sin embargo, el juego no juzga a Atsu por ello. Al contrario: te da las herramientas para que disfrutes con ella. Eso es puro Leone, puro Tarantino. El western nunca se ha preocupado por la ética; le interesa más la estética de la violencia como ritual.
El Japón que parece el Oeste
Una de las decisiones más inteligentes de Sucker Punch fue abandonar Tsushima (isla verde, boscosa, húmeda, visualmente densa) y mudarse a Ezo, la actual Hokkaido del siglo XVII. Ezo en 1603 es territorio salvaje, frontera, tierra de nadie. No está completamente bajo el control del shogunato Tokugawa. Es un lugar donde la ley es débil y los señores feudales locales actúan como barones del Oeste, donde los forajidos se esconden en las montañas y los pueblos son pequeños asentamientos vulnerables. Es, en esencia, el salvaje Oeste japonés.
Sucker Punch no esconde la referencia; la celebra
Visualmente, Ghost of Yōtei lo explota al máximo. Las grandes llanuras de Hokkaido, los campos dorados en otoño, las montañas escarpadas que rodean el volcán Yōtei (ese Monte Fuji del norte), todo compone una geografía que parece diseñada para que Atsu cabalgue hacia el horizonte al atardecer, silueta negra contra un cielo rojo sangre. Es el encuadre icónico del western: el jinete solitario atravesando la inmensidad. Sucker Punch no esconde la referencia; la celebra. La cámara se aleja constantemente cuando montas a caballo, añade bandas negras tipo cinemascope, juega con el contraluz para crear esas imágenes de western imposible que Leone dominaba. No es casualidad que el modo "Kurosawa" del primer juego haya sido complementado aquí con un filtro inspirado en Takashi Miike (modo Sukiyaki, con barro y sangre saturados). Saben exactamente de dónde viene esto.
Además, Ezo está poblado por tipos que parecen salidos de un western: cazarrecompensas solitarios, bandidos con máscaras, señores feudales corruptos que recuerdan a los caciques territoriales de Hasta que llegó su hora, prostitutas con corazón de oro, taberneros que venden información, mercenarios sin lealtad. El ecosistema humano de Ghost of Yōtei es un western filtrado por el Japón feudal. Hasta la música lo traiciona: la banda sonora mezcla shamisen con ritmos que evocan a Ennio Morricone. Hay algo en esos silencios tensos antes del duelo, en esos acordes suspendidos, que no puede evitar remitir a La muerte tenía un precio.
El duelo como iconografía compartida
Si el western tiene una imagen totémica, es el duelo. Dos hombres (o personas) frente a frente, mano en el arma, esperando el momento exacto para desenfundar. Es el núcleo dramático del género, su momento de máxima tensión, donde el tiempo se dilata y el espacio se contrae, hasta que solo existen dos voluntades enfrentadas. El cine de samuráis tiene su equivalente exacto: el tate, el enfrentamiento cara a cara que se decide en un solo corte. Kurosawa sabía esto; Leone también. Y Sucker Punch, con Ghost of Yōtei, lo ha perfeccionado.
Sucker Punch entiende que el duelo no empieza cuando desenvainas. Empieza en el silencio previo
Los duelos en el juego son mecánicamente similares a los de Ghost of Tsushima, pero se sienten completamente distintos. Parte de eso es Atsu. Mientras Jin Sakai dudaba, sudaba, temblaba antes de desenvainar (siempre ese lastre moral), Atsu es pura concentración. No tiene diálogos interiores angustiados. Su rostro es una máscara de determinación fría. Y cuando el enemigo hace su movimiento, cuando el metal canta contra el metal, el juego ralentiza el tiempo, acentúa el impacto, convierte cada corte en un subrayado rojo. Es Leone disparando a Eli Wallach en primer plano durante veinte minutos. Es Tarantino haciendo que una katana atraviese un torso en Kill Bill mientras la cámara gira 360 grados. Es un espectáculo consciente de sí mismo, y funciona porque Ghost of Yōtei sabe que el duelo no es solo mecánica: es icono, es símbolo, es el momento donde la narrativa se vuelve visual puro.
Además, Sucker Punch entiende que el duelo no empieza cuando desenvainas. Empieza en el silencio previo. En el plano-contraplano de dos miradas midiéndose. En el viento moviendo el polvo entre ambos contendientes. En el ruido ambiente (pájaros, viento, pasos lejanos) que se vuelve ensordecedor por contraste. Ghost of Yōtei convierte cada enfrentamiento importante en una pequeña ceremonia del western: la caminata lenta hacia el enemigo, el círculo que se forma alrededor de dos figuras, el sol pegando duro sobre tierra seca. Y cuando por fin se desenvaina, cuando Atsu se mueve, es un relámpago. Un segundo. Un corte. Silencio. Sangre. El enemigo cae. Fin. Es el duelo como haiku violento. Tres líneas, diecisiete sílabas, una vida que termina.
La Novia sin remordimientos
Jin Sakai no podía cerrar la boca. Cada vez que mataba a alguien con sigilo, cada vez que usaba veneno, cada vez que hacía algo "deshonroso", el juego nos recordaba (a través de sus diálogos) que estaba sufriendo por ello. Que esto iba contra su código. Que se estaba convirtiendo en un fantasma. Y si bien esa tensión moral era el corazón temático de Ghost of Tsushima, también era agotadora. Jin nunca disfrutaba de su propia leyenda; la soportaba como una maldición.
Atsu, en cambio, se pone la máscara de onryō (el fantasma vengativo) con la misma naturalidad con la que uno se pone un abrigo en invierno. No hay conflicto interno. Su familia fue asesinada, su vida destruida, y ahora ella es la tormenta que viene a cobrar venganza. Punto. No necesita justificarse ante nadie, ni siquiera ante sí misma. Y eso, narrativamente, es liberador. Erika Ishii la interpreta con una dureza sin fisuras, una voz que no tiembla, que no suplica, que no explica. Atsu habla poco, y cuando lo hace, es para amenazar o para recordar. El juego confía en su rostro, en su lenguaje corporal, en la forma en que agarra la katana. Es pura exterioridad, puro gesto. Como Clint Eastwood en la Trilogía del Dólar: el Hombre sin Nombre no necesitaba trasfondo. Su pasado estaba en sus ojos.
En un momento del juego, un aliado le pregunta a Atsu qué hará cuando termine su venganza. Ella no responde. Literalmente: silencio. La cámara se queda en su rostro unos segundos y luego corta al gameplay. Es un momento de escritura inteligente porque admite algo que muchos juegos evitan: Atsu no tiene un después. No hay redención posible para ella, porque nunca buscó redención. No hay futuro más allá de la lista, porque la lista es todo lo que le queda. Es Josey Wales de Clint Eastwood. Es Logan de Logan. Es cualquier protagonista de western crepuscular que sabe que no hay salida, solo un último trabajo, una última bala, un último nombre tachado.
Y, sin embargo, Ghost of Yōtei no romantiza esto. No convierte a Atsu en una heroína trágica ni en una mártir. La muestra como lo que es: una mujer rota que ha elegido la única forma de seguir funcionando. La venganza como terapia. La violencia como lenguaje. No es sano, no es noble, pero es humano de una manera que Jin nunca fue. Porque Jin era un símbolo. Atsu es carne, hueso, rabia contenida. Es más cercana a O-Ren Ishii que a cualquier samurái de Kurosawa.
El shamisen como guitarra western: banda sonora híbrida
Toma Otowa, el compositor, hizo algo fascinante con la música de Ghost of Yōtei: tomó el shamisen (ese instrumento de tres cuerdas que es la columna sonora del Japón tradicional) y lo usó como si fuera una guitarra eléctrica. Los temas principales del juego tienen una energía que no es ni tradicional ni moderna; es algo intermedio, algo híbrido. Hay momentos donde el shamisen suena casi como una guitarra slide del delta del Mississippi. Hay otros donde los tambores taiko marcan un ritmo que recuerda al galope de caballos en un western. Y luego está el silencio estratégico, esos huecos donde la música desaparece y solo queda el viento, el crujir de la madera, el sonido de pasos acercándose.
Es Morricone filtrado por Japón. No es que Otowa esté copiando El bueno, el feo y el malo; está haciendo lo que Morricone hacía: usar instrumentos locales (en su caso, la armónica, la guitarra española) para crear algo que suena atemporal, mítico. El shamisen de Atsu es su arma sonora. Cada vez que lo toca, la cámara se aleja, el mundo se detiene, y por un momento Ghost of Yōtei se convierte en documental musical. Es el equivalente a esos momentos en Django Desencadenado donde Tarantino para la acción para que suene una canción completa. No es relleno; es textura, es atmósfera; es la película recordándote que esto es, ante todo, una experiencia sensorial.
Además, Sucker Punch incluyó un modo inspirado en Shinichiro Watanabe (director de Cowboy Bebop y Samurai Champloo) que reemplaza la banda sonora tradicional con tracks de hip-hop lo-fi mezclados con jazz y beats. Es un guiño directo a Champloo, serie que ya hibridaba samuráis con cultura afroamericana del hip-hop. En ese modo, Ghost of Yōtei se convierte en algo completamente distinto: un western urbano, casi cyberpunk en su sensibilidad. Demuestra que Sucker Punch entiende que el western, como género, ya no es solo visual; es también sonoro, rítmico. Que puedes hacer un western con sintetizadores si sabes cómo.
La violencia como ballet
Tarantino siempre ha sido acusado (con razón) de fetichizar la violencia. De convertirla en espectáculo, en coreografía, en algo bello. Kill Bill es el ejemplo máximo: litros de sangre en géiseres imposibles, cuerpos que saltan metros en el aire, peleas que duran veinte minutos y parecen danza contemporánea con katanas. Tarantino no pretende que sea realista; pretende que sea memorable. Y Ghost of Yōtei, para bien o para mal, hace exactamente lo mismo.
La violencia en el juego es exagerada, estilizada, hermosa. Cuando Atsu corta a un enemigo, no es un corte seco. Es una explosión de sangre que pinta el suelo, las paredes, a veces incluso el cielo (en cámara lenta). Los cuerpos caen con peso, con dramatismo. Los desmembramientos son limpios, casi quirúrgicos. No es gore gratuito; es gore coreografiado. Cada muerte es un cuadro, un instante congelado donde la violencia se vuelve arte. Es lo mismo que hacía Fujita en Lady Snowblood: convertir la venganza en ópera visual.
El juego tiene un modo específico (el filtro Miike) que intensifica esto. Barro y sangre se saturan, el mundo se vuelve marrón y rojo, y cada combate parece rodado por el Miike de 13 Assassins o Ichi the Killer. Es visceral, sucio, y, sin embargo, hipnótico. Porque la violencia, cuando está bien filmada (o en este caso, bien diseñada), tiene una cualidad casi religiosa. No es casual que las culturas hayan desarrollado rituales de sangre durante milenios. Hay algo en ver a alguien morir con belleza que toca fibras profundas, incómodas. Ghost of Yōtei no rehúye esa incomodidad; la abraza.
Y como en cualquier buen western, la violencia aquí tiene consecuencias visuales. Atsu se mancha de sangre. El barro se le pega a la ropa. Cuando caminas después de una masacre, dejas huellas rojas. El mundo registra tu violencia, aunque no te juzgue por ella. Es un detalle pequeño, pero crucial. Atsu carga con las marcas físicas de lo que hace. No es moralina; es estética. Es Tarantino mostrando los pies de Uma Thurman manchados de sangre en Kill Bill. Es el cine diciendo: sí, esto es violencia, y sí, es hermosa, y sí, debería incomodarte que te parezca hermosa.
El western que siempre estuvo ahí
Hay una escena en Ghost of Yōtei que lo resume todo. Atsu llega a un pueblo pequeño, polvoriento, casi abandonado. Los pocos habitantes que quedan la miran con desconfianza. Entra a la taberna (que en Japón feudal es una casa de sake, pero la escena es idéntica). Silencio. El cantinero le pregunta qué busca. Ella responde: "A alguien". No dice más. La cámara hace un paneo lento por las caras de los presentes. Uno de ellos reconoce su descripción y le da información. Atsu deja unas monedas y sale. Fuera, el viento levanta polvo. Monta su caballo. La cámara se aleja. Ella cabalga hacia el horizonte.
Ghost of Yōtei no es un juego de samuráis que parece un western. Es un western que usa katanas
Es Por un puñado de dólares. Es Django. Es cualquier western que hayas visto. Y funciona perfectamente, porque Leone ya había entendido hace sesenta años que el western y el jidaigeki eran el mismo género con distintos disfraces. Que un ronin y un pistolero sin nombre son la misma figura arquetípica. Que un duelo de katanas y un duelo de revólveres obedecen a la misma lógica dramática. Que la frontera japonesa y la frontera americana son espejos del mismo mito: el último lugar donde un hombre (o mujer) puede vivir sin ley, sin Dios, solo con su propia mano y su propio código.
Ghost of Yōtei no es un juego de samuráis que parece un western. Es un western que usa katanas. Y esa diferencia, por sutil que parezca, lo cambia todo. Porque mientras Tsushima intentaba ser Kurosawa y fallaba por exceso de reverencia, Yōtei intenta ser Leone y funciona porque sabe que Leone, en el fondo, siempre estuvo robándole a Kurosawa. El círculo se cierra. El género se devora a sí mismo y renace como algo nuevo, algo híbrido, algo que no necesita elegir entre el western y el jidaigeki porque entiende que nunca fueron opuestos. Érase una vez en Ezo. Érase una vez en el Oeste. Es la misma historia. Solo cambia el polvo.
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