La saga Dune, creada por Frank Herbert, siempre ha sido una obra monumental en el género de la ciencia ficción, presentando una rica mitología con intrincadas tramas políticas, filosóficas y religiosas. Siempre ha sido un material difícil de adaptar, pero las nuevas películas de Villeneuve han allanado el camino para esta serie que, de primeras, cuenta con una premisa fascinante. Con la llegada de Dune: La Profecía, mis expectativas eran altas, especialmente después del reciente éxito cinematográfico. La nueva serie, ambientada miles de años antes de los eventos narrados en las películas y los libros originales, buscaba expandir el universo de Dune con su foco puesto en los orígenes de una de sus facciones más emblemáticas, las Bene Gesserit. Pero tira su esfuerzo por la borda con tal de entretener sin complicar.
Una primera impresión deslumbrante
Tras ver los primeros cuatro episodios, queda claro que Dune: La Profecía es un producto desigual, tan ambicioso como fragmentado, con una narrativa que alterna entre momentos brillantes y tramos decepcionantes. ¿Qué es lo que ha salido mal en esta nueva incursión en el universo de Dune? El primer episodio de Dune: La Profecía presenta una factura visual impresionante, con decorados espectaculares que nada tienen que envidiarle a las versiones cinematográficas. Aquí se nos introduce a Valya Harkonnen (Emily Watson) y Tula Harkonnen (Olivia Williams), dos de los personajes más complejos de la serie, si bien escritos, mejor interpretados. Ambas actrices ofrecen matices sutiles que dotan de elegancia a una trama que, en principio, promete un relato político y místico a la altura de las expectativas de los fans de los libros. No me quiero olvidar tambien a Jessica Barden, que interpreta a la joven Valya, y que merece ser destacada.
Las intrigas de las Bene Gesserit, con su habilidad para manipular creencias y construir profecías mesiánicas, toman el centro de la narrativa inicial, sentando las bases para explorar uno de los temas más fascinantes del universo de Herbert: la construcción del mito del Kwisatz Haderach, el "superhombre" predestinado a liderar la humanidad. El lema "el arma más poderosa de la humanidad es la mentira" parece ser el motor argumental inicial de la historia, estableciendo un juego de engaños muy interesante. Por desgracia, enseguida se empaña con mezquinas rencillas y venganzas en un intento muy forzado de ser la "Juego de Tronos del Espacio".
La serie se presentaba como una exploración de cómo las profecías pueden ser fabricadas y utilizadas como herramientas de control social por las Bene Gesserit, una interesante historia de ingeniería social y eugenesia, pronto se convierte en "lo mismo de siempre". Si habláramos de otro tipo de serie o franquicia, tampoco pasaría nada, pero tratándose de Dune y tras una declaración de intenciones inicial tan imponente, no puedo evitar que mi ánimo se desinfle ne la misma proporción en el que la serie pierde interés y decide tirar la toalla ante el reto de hacer algo mínimamente interesante.
Una dualidad de tono y estilo
A medida que avanzamos, Dune: La Profecía revela ser una serie de dos caras. Por un lado, tenemos una trama sutil y elegante centrada en las hermanas Harkonnen, con Watson y Williams dominando la pantalla en escenas cargadas de tensión y subtexto. La dinámica entre Valya y Tula es fascinante: dos mujeres muy diferentes dedicadas a una misión mística de manipulación, que navegan en las traicioneras aguas de la política interplanetaria, tratando de obtener el control en un juego de poder a escala galáctica. Al final, tras tanta pompa, el destino de este imperio galáctico parecen decidirlo dos enamoradizos jóvenes en el reservado de un bar. Gente guapa y rica haciendo cosas de gente guapa y rica, en el espacio.
Y esa es la otra cara de la serie, un rostro guapo y joven, pensado para atraer a un tipo de espectador que tal vez prefiera eso. Y es que la serie se ve interrumpida por una segunda línea narrativa que parece diseñada para atraer a un público más joven, poco exigente y menos familiarizado con la complejidad de Dune. Aquí entran en juego personajes como Keiran Atreides (Chris Mason) y la Princesa Ynez (Sarah-Sofie Boussnina), cuyas historias están plagadas de clichés y sobreactuaciones sonrojantes. Sus escenas me han parecido forzadas, demasiado enfocadas en generar drama superficial y relaciones románticas que están ahí solo para hacer la serie más "digerible" para una audiencia general.
Este enfoque choca con el tono serio y maduro que la serie intenta establecer en otros momentos, creando una experiencia inconsistente que dificulta el disfrute para los fans más exigentes. Que te traten como un espectador adulto no es que te enseñen un pezón en pantalla durante un par de escenas, es que no te traten como un niño pequeño incapaz de comprender lo que están contando.
La sombra de Juego de Tronos y los vikingos de Arrakis
Es imposible no notar la influencia de Juego de Tronos en Dune: La Profecía. El intento de replicar la fórmula del éxito de la serie de HBO es evidente en la forma en que se estructuran las intrigas políticas y los golpes de efecto. Sin embargo, mientras que Juego de Tronos supo manejar sus múltiples tramas y personajes con habilidad, aquí la ejecución falla. Los personajes secundarios, como los mencionados Keiran Atreides y la Princesa Ynez, resultan particularmente sosos y mal interpretados.
¡Qué buenos y nobles son los Atreides! Tan guapos y tan perfectos ellos… Y justo cuando la serie me quiere hacer pensar que no, que hay grises, que como pasa con Paul Atreides, todo es mucho más complicado de lo que parece, llega la decepción de comprobar que una vez más voy a ver la misma historia de siempre. Y además con el lastre de una química entre actores inexistente y diálogos artificiosos que buscan explicar la trama de manera excesiva. Uno se pregunta si los guionistas dudan de la inteligencia del espectador y asumen que necesita que todo se le explique de manera explícita.
Uno de los principales reclamos de la serie es la participación del actor Travis Fimmel, que interpreta a Desmond Hart, un personaje que se presenta como una especie de Rasputín del espacio, dispuesto a desequilibrar la corte espacial, con tintes místicos y una presencia que intenta añadir un toque sobrenatural a la historia. Sin embargo, Fimmel repite lo mismo que hizo en la magnífica Raised by Wolves o como Ragnar Lothbrok en Vikingos, con los mismos gestos e inflexiones, lo que hace que su personaje parezca reciclado y falto de originalidad, a pesar de que en un primer momento el papel resulte misterioso e interesante. Su actuación, si bien carismática (eso no lo niega nadie), no aporta novedad, y aunque el personaje es una de las pocas razones por las que quiero seguir viendo la serie, en realidad parece un esfuerzo creado para recordar a quien está viendo la serie que en el universo de Dune hay mágicos enigmas esperado ser descubiertos parajo las andreas de Arrakis. Para qué esperar 10.000 años al nacimiento de Paul Atreides, ¿verdad?
Trilogía Dune, edición de lujo (estuche con: Dune | El mesías de Dune | Hijos de Dune): Dune / El Mesías De Dune / Hijos De Dune/ Dune / Dune Messiah / Children of Dune (Best Seller)
Un gran desequilibrio también en la producción
La serie además presenta un desequilibrio notable en términos de producción. Hay escenas que sorprenden por su belleza visual y la atención al detalle en los decorados, la composición de planos o la iluminación. Una factura técnica casi a la altura de las películas de Villeneuve. Sin embargo, estos momentos están intercalados con escenas que parecen sacadas de una serie de bajo presupuesto, donde los contrastes entre localizaciones, vestuario y efectos especiales son demasiado evidentes. No es raro pasar de un impresionante paisaje alienígena con una fotografía impecable y una sobrecogedora arquitectura brutalista a una escena en pleno descampado donde los personajes llevan mochilas compradas en una tienda de artículos deportivos 10 minutos antes de aparecer en pantalla.
Una serie bipolar con potencial desaprovechado
A la espera de ver los episodios restantes, Dune: La Profecía me deja una sensación agridulce. No porque sea un gran fan de la saga Dune, que lo soy, sino porque esperaba una serie interesante y no una condescendiente suma de tópicos mal ensamblados. Por un lado, muestra destellos de grandeza, especialmente en las escenas protagonizadas por La Hermandad Bene Gesserit, con diálogos bien escritos y una atmósfera cargada de tensión política y religiosa. Por otro lado, el enfoque simplista en las tramas más ligeras y facilonas de personajes simplones que minan el ritmo y la coherencia de la serie. Parece que el cambio de rumbo en la producción, que transformó a Dune: La Hermandad en Dune: La Profecía, ha dejado un producto con identidad dividida que trata de satisfacer tanto a los fans más acérrimos como al público general, rebajando el nivel intelectual de su propuesta inicial a unos mínimos preocupantes.
Dune: La Profecía era una apuesta arriesgada que ha tenido que enfrentarse a numerosos problemas de producción y que trata de encontrar su sitio entre una superpoblación de oferta y a la sombra de éxitos anterioes. Pero donde a lo mejor se debería haber apostado por una House of Cards de ciencia ficción nos encontramos en ocasiones con ideas poco originales a las que la mitología de Dune viene muy grande. A la espera de los últimos episodios, la serie se presenta como un producto que promete mucho pero que, de momento, se queda en una extrañísima mezcla de una ciencia ficción impecable; y otra llena de gente guapa y actores sobreactuados cuyas acciones vienen a facilitar la ingesta de la serie. Dune: La Profecía se estrena el próximo 18 de noviembre en Max.
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