Aunque es un efecto que normalmente asociamos a estrellas fugaces y cometas, nuestra Tierra también tiene una cola capaz de estirarse durante miles de kilómetros. Sin embargo, a diferencia de otros cuerpos celestes, lo que la NASA descubrió en 2001 difiere mucho de esas colas de polvo estelar a las que estamos acostumbrados.
La ciencia la conoce como plasmaesfera y, aunque los detalle técnicos pueden freír el cerebro a más de uno, puedes imaginarla como una atmósfera que va más allá de donde situaríamos los límites de la Tierra. Hecha de electricidad y dando forma a un gigantesco campo magnético, la citada plasmaesfera es la culpable de que a veces te saltes una salida porque el GPS de tu coche ha fallado.
Mientras la Tierra gira a gran velocidad, la plasmaesfera se mueve con ella con una estructura más o menos similar a la circunferencia de nuestro planeta, pero todo cambia cuando una ráfaga de viento solar choca con el planeta. Cuando eso ocurre, el cruce de energías genera una suerte de embudo que arrastra ese campo magnético en dirección al Sol, creando con ello esa inmensa cola de plasma.
Pese a que no puede verse a simple vista, la teoría de que a la Tierra le acompañaba una cola llevaba dando vueltas desde que en 1970 se planteó por primera vez. Gracias a las imágenes ultravioletas de la NASA, en 2001 no sólo descubrimos que la teoría era acertada, sino también cómo podía afectar a nuestros satélites.
La clave está en que cuando ese campo electromagnético se convierte en cola, su densidad crece mucho más, por lo que cuando las señales de los satélites tienen que atravesarla lo hacen con una mayor dificultad. El resultado son GPS que calculan mal tu posición, comunicaciones de radio que no rebotan donde deberían y se pierden, y satélites que pueden enfrentarse a cargas eléctricas tan fuertes que pueden terminar dañando sus circuitos.
Imagen | NASA
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