Los videojuegos han olvidado cómo ser raros. Y lo echo muchísimo de menos

Los videojuegos han olvidado cómo ser raros. Y lo echo muchísimo de menos

Una manguera gigante, un beso incómodo, una pesadilla con música de jazz… ¿por qué ya no jugamos a cosas así?

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Juegos Raros Alberto
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Alfonso Gómez

Colaborador

Hay un tipo de belleza que no se deja atrapar. Una belleza que no tiene ni simetría ni propósito, que no responde a la lógica de los algoritmos ni al ritmo de los tutoriales. La belleza de lo raro. De lo que no encaja. De lo que se cuela por la rendija de una industria obsesionada con el brillo, la fricción cero y la sonrisa satisfecha del inversor. Recuerdo un juego en el que una vaca gigante, parlante, se quitaba la vida porque no encontraba el amor. No es una metáfora, no es un símbolo de nada. Es el final literal de una de esas joyas inclasificables que no sabes si deberías enseñar a alguien o esconder en lo más profundo del disco duro, como un poema adolescente.

No era bonito. No era coherente. No estaba bien hecho. Pero era tan sincero en su torpeza, tan ajeno a las normas de lo presentable, que aún hoy me cuesta sacarlo de la cabeza. Lo raro, en su forma más pura, tiene eso: no busca gustarte, busca quedarse contigo.

Crecí en una época en la que encender una consola o el PC era invocar al caos. Donde un disco podía ser la entrada a un RPG con secuestros interdimensionales o a un simulador de insectos que se enamoraban al ritmo de baladas MIDI. Donde los menús eran laberintos, los controles se resistían como una coreografía inventada en mitad de la caída, y las tramas no tenían miedo de volverse absurdas, íntimas o directamente incomprensibles. Eran tiempos menos limpios y menos eficientes. Pero también más fértiles. Hoy todo fluye. Todo está calibrado, testado y aprobado por cinco focus groups y dos IAs que predicen tus emociones antes de que las sientas. La fricción se ha convertido en enemigo. El error, en fallo. Y lo raro, en riesgo.

Killer 7 Killer7

Lo raro como lenguaje

Killer7 no era un juego. Era un mal viaje en cel shading, un recital de voces rotas sobre cuerpos que mutaban y gobiernos invisibles que hablaban como si recitaran profecías: sin sujeto claro, sin objetivo concreto, pero con una cadencia tan inquietante que parecía poesía. Su sistema de juego no tenía sentido. Su narrativa no se dejaba atrapar. Y, sin embargo, cada partida era como abrir el diario de un director de teatro japonés que había visto demasiado cine de Godard y demasiadas noticias de CNN.

Katamari Damacy era el reverso infantil de la misma rareza. Su propuesta —enrollar cosas hasta formar planetas— parecía una ocurrencia de guardería, pero debajo de ese barniz de plastilina había una especie de meditación cósmica sobre el consumismo, la acumulación y la pequeñez humana. El Rey del Cosmos, con su voz que parecía salida de un karaoke de Baudelaire, te hablaba no como padre, sino como divinidad desganada.

Chulip 1 Chulip

Y luego está Chulip. Ese juego donde besar es su mecánica central y no una recompensa. Besar viejos, fantasmas, borrachos, oficinistas tristes. Besar como forma de comprender, de navegar un mundo hostil y sin lógica. No es un juego "divertido". Es un juego que te obliga a prestar atención a los rituales cotidianos. Un "slice of life" atravesado por el surrealismo de un Murakami deprimido (más, si cabe). Una rareza que no busca redención ni explicación. Solo estar ahí. Solo dejarse vivir. Lo raro no era un error de juventud. Era un idioma. Un modo de hablar en videojuego sin necesidad de traducirse al mercado.

Antes hacer un juego era más barato, más intuitivo, más artesanal

La industria, como un adolescente que ha descubierto el gimnasio, ha decidido que ya no quiere ser rara. Quiere ser fuerte, pulida, atractiva. Quiere gustar. Ha pasado de la adolescencia punk a la adultez ejecutiva. Y con eso, ha perdido el temblor. Hoy, cada idea pasa por el escáner del retorno de la inversión. Cada mecánica se evalúa según su tasa de retención. Cada escenario tiene que parecer real, coherente, bello según estándares que han sido convertidos en plantillas de Unreal. El riesgo es anatema. Lo raro, una amenaza.

Antes, lo raro entraba de refilón. Porque nadie miraba demasiado. Porque hacer un juego era más barato, más intuitivo, más artesanal. Hoy, cuando un indie cuesta lo mismo que una película de festival, incluso los desarrolladores pequeños sienten el peso de la "excelencia". Ya no hay vacas suicidas. Hay gatos tristes con físicas perfectas. Hay juegos indie con HDR y animaciones sacadas de Pixar. Y están bien. Son juegos sensibles, honestos y trabajados. Pero rara vez incómodos. Rara vez impredecibles. Rara vez raros. Incluso los márgenes han sido domados. Itch.io, que fue durante años el bosque donde germinaban los hongos más extraños, empieza a llenarse de clones lo-fi de ideas ya conocidas. Juegos que parecen hechos para ser citados en hilos de Twitter, no para ser vividos con asombro o desconcierto.

Hylics Hylics

Lo raro como necesidad

No me malinterpretes, no quiero que todos los juegos sean raros. No quiero que cada título me confunda, me frustre, me saque de quicio. Pero necesito que existan. Que estén ahí, como testigos de otra posibilidad. Como recordatorio de que el medio aún puede mutar. Aún puede sangrar colores que no están en la paleta del éxito. Lo raro es donde se ensaya el futuro. Donde se desarman las normas antes de que se oxiden. Lo raro es donde el videojuego se piensa a sí mismo como artefacto cultural y no como simple producto. Como acto poético. Como disidencia.

Lo raro es donde el videojuego se piensa a sí mismo como artefacto cultural y no como simple producto

Hay un tipo de juego que no puedes explicar sin pedir perdón. "Es raro, pero…" decimos, como si tuviéramos que justificar su existencia. Como si el desconcierto fuera una carencia y no una virtud. Como si el no saber si te ha gustado no fuera, precisamente, el mayor elogio. Lo raro es el glitch del alma. El hueco en la textura. La línea de diálogo que no entiendes, pero recuerdas. Como el final de 2001: Una odisea del espacio, como los poemas de Alejandra Pizarnik, como las pinturas que Bacon no terminó porque le daban miedo.

Claro que sigue existiendo. Juegos como Hylics, con su estética de plastilina digital y su humor absurdo. Cruelty Squad, esa pesadilla biopunk que parece un mod mal hecho de un shooter de los noventa cruzado con un ensayo de Byung-Chul Han. Anatomy, que convierte la arquitectura doméstica en un organismo vivo y angustiante. Pero están escondidos. En cuevas. En foros. En archivos .zip que se comparten como si fueran contrabando. Y eso es hermoso, sí. Pero también triste. Porque lo raro no debería ser la excepción. Debería ser parte del canon. No marginalia, sino literatura.

Cruelty Squad Cruelty Squad

Un réquiem por lo inesperado

Hay un momento en LSD Dream Emulator en el que entras en una habitación, la cámara gira sola, y te encuentras con una figura sin rostro que desaparece en cuanto la miras. No sabes qué es. No sabes qué hace. No sabes si volverá a aparecer. Pero te deja un rastro. Como un sueño que se pega a los párpados. Eso es lo que echo de menos. La incertidumbre. El vértigo. La sensación de que estás dentro de algo que no fue hecho para ti, pero que, precisamente por eso, te interpela de un modo más profundo.

Todo está pensado para que no te pierdas, para que no te frustres, para que vuelvas mañana

Hoy, todo tiene forma. Todo tiene lógica. Todo está pensado para que no te pierdas, para que no te frustres, para que vuelvas mañana. Es como si los videojuegos se hubieran convertido en un parque temático con guías que te susurran al oído cada paso. Y yo quiero perderme. Quiero entrar en un juego y no saber qué me espera. Quiero sentir miedo, no porque haya monstruos, sino porque hay sentido. O porque no lo hay. Quiero juegos que me hablen en un idioma que no entiendo del todo, pero que intuyo que dice algo importante.

Deadly Premonition Deadly Premonition

Hay una escena de Deadly Premonition en la que York habla solo mientras conduce, discute con una figura imaginaria, y recomienda películas de los ochenta como si el jugador no existiera. Es incómoda. Es larguísima. Es… perfecta. Ese tipo de momentos no se diseñan. Se permiten. Son fruto de una fe ciega en que lo raro también comunica. Que lo imperfecto puede ser más verdadero que lo pulido.

No sé si volveremos a vivir una era de lo raro. No sé si habrá un nuevo Katamari, un nuevo Rule of Rose, un nuevo juego que me haga apagar la consola y quedarme mirando al techo, preguntándome si estoy bien. Pero sí sé que no he olvidado cómo se sentía. Y mientras exista alguien que siga buscándolo, lo raro no morirá. Porque, al final, lo raro no es solo una estética. Es una postura ante el mundo. Una forma de decir: no todo tiene que encajar. No todo tiene que gustar. A veces, basta con que te haga sentir.

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