Debía tener unos siete u ocho años cuando vi a aquél chiquillo saltar a la visera de protección de la catenaria de un tren. Su imprudencia se debía a que iba en busca de un cromo que se le había caído mientras paseaba por un puente, pero la cara de terror de su amigo, al ver que había tocado el cable y se estaba electrocutando, aún me vuelve a la mente de vez en cuando pese a rondar ya los 40.
Lo más sorprendente de ese recuerdo no es que ni siquiera estuviese allí en persona cuando ocurrió, sino que ni siquiera era real. Se trataba de una de las muchas historias teatralizadas que los domingos por la tarde podían verse en Valor y Coraje, un programa de TVE que recogía casos inusuales de España de aquél momento en el que, como en el del niño que salvó a su amigo de electrocutarse, se mostraban situaciones de la forma más dramática posible.
Con pequeños documentales que hoy difícilmente podrían emitirse en horario infantil, aquellos vídeos con actores pretendían hacer honor al nombre del programa, pero ese recuerdo ha vuelto a mi cabeza con más fuerza tras aficionarme a los True Crime que ahora pueblan plataformas como Netflix o podcast.
El True Crime, una historia que viene de lejos
Dicen que el entretenimiento nos sirve para evadirnos de nuestros problemas reales, pero resulta bastante surrealista que, precisamente con ese objetivo, nuestro cerebro termine enganchándose a problemas aún mayores y peores de los que afortunadamente tenemos. De un tiempo a esta parte, el auge de los True Crime se ha convertido en una tendencia que termina tocando todos los palos posibles. A las novelas y la radio que llevan siglos estirando ese macabro chicle, ahora se han sumado los podcast, los documentales periodísticos, y las películas y series de Netflix.
Pese a su explosión actual, el género que busca relatar crímenes reales para escudriñar cada caso con todo lujo de detalles está lejos de ser una invención reciente. Los aficionados al True Crime sitúan el origen de la idea, al hecho de relatar una obra de ficción basada en acontecimientos reales, alrededor del año 1722 y la publicación de Diario del año de la peste. La novela de Daniel Defoe narraba la historia de un hombre durante la Gran Plaga de Londres de 1665, pero lo hacía valiéndose de un estilo periodístico en el que describía los eventos basándose en registros históricos y testimonios de la época.

Desde ahí, el género no ha dejado de crecer de la mano de fenómenos casi universales como el del caso de Jack el Destripador en 1888, y el auge de formatos pioneros como el de True Detective (sí, el nombre de la serie de HBO viene de ahí) que, primero en revista y posteriormente en la radio, se encargaba de analizar crímenes reales combinando esa narrativa de suspense con los datos obtenidos por parte de periodistas o compartidos por la policía.
En España, publicaciones como El Caso impulsaron una fiebre que, décadas después, Crims de Carles Porta terminó de convertir en fenómeno con la novelización en Catalunya Ràdio de los crímenes más sonados de la crónica negra de nuestro país. Con el caso de la Guardia Urbana, que terminó de saltar a la fama de la mano de la serie El cuerpo en llamas de Netflix, mi mujer terminó arrastrándome a un género que llevaba desde aquella impactante tarde de domingo sin plantearme como opción de entretenimiento.
Por qué nos gustan los True Crime
Saltando de documental en documental, y pasando por series y películas que se valen de esas mismas historias de True Crime como punto de partida, al final uno no puede evitar terminar preguntándose si hay algo mal en su cabeza. Al fin y al cabo, ¿quién en su sano juicio apostaría por entretenerse jugando al Cluedo con casos reales mientras intenta adelantarse a unos giros cada vez más macabros e impredecibles?
La respuesta a de dónde sale esa curiosidad mórbida la ha arrojado un estudio de la Universidad Nacional de Investigación de Rusia, donde tras hablar con varios jóvenes de entre 18 y 36 años aficionados al formato True Crime, han encontrado la clave detrás del fenómeno. Para tranquilidad de todos los que, como yo, hayan caído en esta fiebre, el interés por consumir este tipo de contenidos no está relacionado ni con la violencia ni, por descontado, con algún tipo de psicopatía. De hecho, ocurre todo lo contrario.
Según apunta el estudio, esa citada obsesión radica en satisfacer necesidades cognitivas y emocionales en las que lo que se busca realmente es entender los motivos detrás de esos crímenes y experimentar emociones intensas que vayan más allá de lo que su vida diaria puede ofrecer. A grandes rasgos, el ejemplo más cercano a esa motivación es la que también producen los videojuegos que, pese a ofrecer situaciones violentas, están completamente alejadas del autocontrol que sí demostramos en situaciones de riesgo.
Pese a apoyarse en una pequeña muestra de participantes, no dudan en certificar que ser aficionados a los True Crime "no es una sublimación de la crueldad", y que además de no justificarse las acciones de este tipo de criminales, aprender más sobre ellos nos aporta la seguridad necesaria para poder evitar vernos envueltos en peligros similares, a la par que nos hacen abogar por un mayor control de la seguridad por parte de las autoridades que se encargue de frenarlos.
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